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Repensar nuestra visión de la Sala de Espera de Dios

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Aún recuerdo la primera vez que entré en el bar Twin Peaks, en Castro y Market Street, en San Francisco, en 2010. Muchos se refieren a él como «La sala de espera de Dios». Entré con mi amigo Pecesito y yo era el único menor de 65 años (lo siento, acabo de revelar tu edad, Pecesito). En aquel momento, llamarla Sala de Espera de Dios me pareció gracioso. Pero si hubiera sabido lo que sé ahora, y si hubiera vivido lo que he vivido hasta ahora, me habría tomado un momento para mirar a mi alrededor e intentar guardar en mi memoria las caras de aquellos tipos. En lugar de eso, me tomé dos o tres Long Island Iced Teas. Era la primera vez que los probaba y sabían deliciosos e inocuos. Cuarenta minutos después estaba de rodillas vomitando en la acera entre Twin Peaks y el Teatro Castro.

Ojalá entonces me hubiera dado cuenta de cómo aquellos señores de este bar habían marcado nuestras vidas y me parece injusto, por no decir otra cosa, que los rebajemos a ancianos que esperan la muerte. Pero recordemos que ellos lucharon contra la sociedad para romper los convencionalismos y que ahora podamos ir de la mano por la calle; no sé ustedes, pero yo desde luego aprecio esa libertad. Iniciaron movimientos, disturbios, protestas, que acabaron siendo la base de nuestro derecho contemporáneo al matrimonio. Soportaron que les insultaran y humillaran para que nosotros no tuviéramos que hacerlo, al menos no hasta ese punto. Algunas renunciaron al amor verdadero y se casaron con alguien del sexo opuesto, sacrificando su naturaleza, o se divorciaron y empezaron a salir del armario, orgullosas y fuertes, primero rotas, luego enteras de nuevo. Los afortunados que no sucumbieron en los años 80 enterraron a decenas de seres queridos, y muchos se convirtieron en conejillos de indias de los medicamentos para prevenir y tratar el VIH/SIDA que hoy nos hacen la vida más fácil.

Debemos darnos cuenta de que esta lista puede continuar. Al fin y al cabo, le debemos mucho al hombre mayor de Twin Peaks en San Francisco, The Caliph en San Diego, Julious en Nueva York y tantos otros bares frecuentados por hombres mayores en todo el mundo. Acordémonos de ellos cada vez que entremos en una cafetería en verano con un pañuelo de flores al cuello (o en el bolso) y unas gafas enormes y esperemos que nos traten y atiendan con respeto. Acordémonos de ellos cada vez que disfrutemos de nuestra sexualidad conociendo la PrEP o los medicamentos antirretrovirales. Démosles las gracias en silencio cuando pasemos por el altar con nuestro ser querido, nos casemos y obtengamos prestaciones conyugales. Recordemos las batallas que libraron, algunas se ganaron, otras se perdieron: contra la sociedad, contra el sistema legal, contra el sida, contra el odio.

Démosle un sentido a este Orgullo. Celebremos, honremos y apreciemos a esos chicos, involucrémoslos, reconozcámoslos, estarán en los bares de Reinas, Garbo y Frida. Estarán caminando por la calle y en el mercado del agricultor, invisibles para la juventud, cada uno de ellos con una historia profunda. Invitémosles a una copa y démosles las gracias por nuestra libertad y la felicidad que emana de ella. Este Orgullo vayamos más allá de los trajes sexys, el maquillaje, las plumas, las drogas recreativas y la fiesta con mayúsculas. Somos una generación afortunada por poder mirar a la Historia a los ojos y ser capaces de apreciar el legado que estas generaciones dejaron para nosotros y para las generaciones venideras.

Gráfico vía CNN

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